Mientras un pingüino bailarín bate en taquilla a la nueva Casino Royale, el regreso de James Bond se produce en medio de un siniestro baile de fiambres radiactivos sobre una trama extendida por las delicias de la Rusia postsoviética. ¿Ajuste de cuentas entre (post)espías o sutil advertencia de Putin a la ronroneante Europa?: "Sigan como hasta ahora, sin decir ni pum sobre lo que hago en mi trastienda chechena, Politovskaia incluída, y vean que la acción bien entendida no conoce fronteras... ni zarandajas de perfumes y dentífricos en los controles aeroportuarios".
El regreso fantasmal de James Bond resulta, así, nostalgia, ese láudano tan del gusto de las sociedades cómodas. Nostalgia de la guerra fría y del equilibrio del terror, en el cual el desorden mundial quedaba limitado por líneas que nos mantenían en las fronteras de lo previsible. Las novelas de John LeCarré (las buenas, no las mierdas que escribe ahora) mostraban el rostro humano de los condottieros de los servicios secretos, el secreto convencimiento de que el factor humano podía servir, en última instancia, para evitar que todo se fuera al carajo. Las de Ian Fleming, y sobre todo las películas de Salzman-Broccoli, por su parte, nos hacían sentir en un mundo en el cual, qué caramba, no se estaba tan mal a este lado del muro de Berlín, y en el que, en última instancia, la amenaza no provenía de la gerontocracia del Kremlin sino de una tercera agencia que desequilibrase aquello tan desequilibrable que estuvo a punto de ser desequilibrado en la crisis de los misiles de Cuba.
Las películas de James Bond compartían con la música de los Beatles algo que, visto desde aquí y ahora, es muy notable: una eclosión de nueva energía y confianza de las generaciones posteriores al fin de la guerra mundial. Los mamporros de Sean Connery y los vigorosos acordes de los Beatles; la promiscuidad sexual de las chicas Bond (¡Pussy Galore, qué nombrecito!) y el frenesí calentón del público adolescente visto en A hard day's night; la tecnofilia de los gadgets bondianos y las sorpresas sonoras que Lennon y McCartney iban sacando del sombrero, elepé tras elepé; el bikini de Ursula Andress y el acrónimo de Lucy with the Sky with Diamonds. Baby boom versus era del SIDA; psicodelia versus cambio climático; flower power versus jihad. Tiempos en que la sangre no llegaba al río ni se vertía sobre el puente de Mostar; a lo sumo, a escondidas, en un rincón cercano a la puerta de Brandenburgo. Markus Wolf ha muerto beneficiándose de la imagen de Karla mientras la OTAN acaba de celebrar su primera reunión en tierras rusas.
La diferencia es que los jóvenes británicos tenían tras de sí, en las cocinas del estado, a patriotas fogueados en la defensa de sus islas. George Martin fue uno de aquellos jóvenes pilotos de la RAF que frenaron a los nazis en la batalla de Inglaterra (chavales de 15 o 16 años reclutados en los institutos porque cabían mejor en las exigüas cabinas de los Spitfires). Nosotros, en cambio, gozábamos de la perversa mezcla de unos ex aliados de Hitler bendecidos por Eisenhower (aun en 1981, el halcón general Alexander Haig dijo que el 23-F era un asunto interno nuestro). Y nunca fuimos conscientes de que el Kremlin disponía de planes estratégicos potencialmente operativos para, en caso de desequilibrio, avanzar hacia el oeste hasta el Atlántico. (El pacifismo y no intervencionismo español actual es fruto de aquella excepción y aquella inopia, que aún perdura).
Iremos, pues, a ver a Daniel Craig recordando que el relator de la ONU considera escandalosa y excepcional la corrupción inmobiliaria en España, aunque, eso sí, estamos salvados: nuestra juventud de vanguardia cree que eso se combate haciendo juegos malabares en las fábricas abandonadas. A veces creo que aquella alegre inconsciencia beatliana nos ha dejado una herencia maldita (lean la letra de Revolution y entenderán que se puede ser un líder juvenil y al mismo tiempo un imbécil político). En el nuevo desorden mundial no hay escudos protectores y, como decía aquél, ni siquiera sabemos si somos de los nuestros. Nadie ha creído conveniente manifestarse contra los movimientos nucleares iraní o coreano, al contrario: quienes marcharon --justificadamente-- contra la intervención en Iraq y se consideran antinucleares aquí consideran justificado que "los pobres de la Tierra" (forrados de petrodólares) dispongan de esa energía. Putin, tú tranquilo por lo de Chechenia, macho.
Para conocer el verdadero entramado del verdadero riesgo nuclear y armamentista actual, nada mejor que leer esta crónica de Rafael Poch. Verán como lo del polonio adquiere un nuevo cariz.
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