Sorprende por descarada la decisión de la academia de cine de vetar que se les conceda el premio Goya a los actores infantiles. A pesar de venir aderezada con los consabidos legalismos y los socorridos pseudoargumentos de protección de la infancia que tanto proliferan ahora, la medida es un bofetón plantificado en la cara de Marina Comas y la de Francesc Colomer, los jóvenes actores de la película Pa negre, que ganaron este premio en su pasada edición, como diciéndoles "una vez y no más, como Santo Tomás". Así como la apelación a la limpieza de la vía pública no fue perjuicio de que el desalojo de los indignados de la plaza de Catalunya fuera percibido como una venganza, tampoco esta alcaldada resulta menos grosera por venir aderezada con lloriqueos y excusas mezquinas.
Mezquindad es la palabra. Y una mezquindad inútil, que no aprovecha a nadie. Ni siquiera resulta plausible la razón que han apuntado algunos, indicando que se trataría de los celos de uno u otro que se sentiría ninguneado porque un chavalín ganase el premio en vez de él. No es que no haya gente así, que la hay y mucha, es que la medida no sólo es un desafuero sino que es una solemne tontería. ¿Un actor juvenil, aunque adolescente, capaz de trabajar en un rodaje profesional, no va a poder asistir a una reunión de la academia, cuando una sola sesión cinematográfica, y no digamos la producción entera, supone un esfuerzo considerable, que iguala y a veces supera la exigencia física y nerviosa de una jornada de trabajo en cualquier otra profesión, incluídas las de esfuerzo físico? Y aun más: ¿alguien se cree con el derecho de privar del reconocimiento merecido a una persona que haya destacado por el resultado de su trabajo, tenga 14, 41 u 82 años? Si yo trabajara en una empresa en la cual se prohibiera a los aprendices votar en las elecciones sindicales o participar en las asambleas, montaría un pollo que pa qué.
Un servidor de ustedes empezó a trabajar a los 14 años, edad laboral temprana ahora pero generalizada en 1964. Ya entonces había casi desaparecido la (mala) costumbre de hacer que los aprendices de las tiendas durmieran debajo del mostrador, de que los encargados corrieran a bofetadas a los chavalines, o de que se trabajase a cambio de techo y comida (mi padre, a los 11 años, en 1928, vivió en esas condiciones). La medida de la academia de las narices, salvando todas las distancias que haya que salvar, pertenece a esa mentalidad. La (mal) argumentada razón de protección a la infancia es, en realidad, un repugnante rescoldo de la mentalidad discriminatoria y represiva más característica del reaccionarismo español.
Marina Comas y Francesc Colomer, y el resto de los actores juveniles de hoy, deberán, pues, tener muy en cuenta un refrán a veces olvidado: "No sirvas a quien sirvió ni pidas a quien pidió". Y cuando se crucen con el presidente de la academia y con todos y cada uno de los que votaron la infamia, volver la cara a su paso. Porque los jovenes y adolescentes que trabajan no necesitan que se les proteja con tonterías sino simplemente que se respete su derecho al reconocimiento y su honor.
Es surrealista, valdría más que prohibieran trabajar a menores en nada de nada, pero como eso parece que no puede ser...
Publicado por: Júlia | 24/06/11 en 18:29
El caso es que mientras en las historias de ficción sigan habiendo niños, serán necesarios los actores juveniles. Que los niños actúen en el cine de forma semiprofesional puede ser tan sano como que ayuden en verano en un trabajo. Pero la alcaldada de la academia no va por la protección de los niños, es una rabieta que denota alguna tensión de fondo que desconocemos y ha acabado en salida de pata de banco.
Publicado por: Gabriel Jaraba | 25/06/11 en 12:12