Esto que llamamos crisis es algo más: es una epifanía. A estas alturas de la historia (si es que existe tal cosa) el sistema en el que vivimos se nos muestra en todo su esplendor. Es decir, el capitalismo era esto.
Hasta hace poco tiempo, incluso Sarkozy se atrevía a hablar de una "refundación" del capitalismo. Ahora, liberales y socialdemócratas se arrodillan juntos ante el diktat de "los mercados". ¿He dicho mercados? Primera constatación de la gran impostura: llaman mercado al capital financiero; el mercado es otra cosa. Pero aceptemos mercado como animal de compañía: ¿la democracia social de derecho, al estilo europeo, no estaba basada precisamente en compensar la influencia del mercado en las cuestiones que afectan a los fundamentos de la vida democrática? Lo trágico de la cuestión es precisamente esto: ante un contundente embate del mercado contra la sociedad, todas las fuerzas democráticas --e insisto en lo de todas-- renuncian a tocar un pelo al dichoso mercado y se rinden ante él sin atreverse a insinuar una alternativa.
Ese es el drama de la izquierda europea: se halla ante la evidencia de que no sólo el capitalismo es irreformable sino que cuando las cosas van de veras, la política democrática queda inerme. Es pavoroso ver cómo la socialdemocracia española desactiva en un santiamén todo el discurso del socialismo reformista como si aquí no hubiera pasado nada. Se tocan los sueldos de los trabajadores públicos, se cuestionan las pensiones, se toquetea el despido y, en el caso de Cataluña, se estudia echar el guante a las rentas del trabajo más altas. A las rentas del capital, a los defraudadores, al dinero sin control, a eso no se le toca ni un pelo.
Se me hace difícil ver cómo podremos seguir hablando de socialdemocracia reformista en el futuro, después de esta epifanía. Pues parece resultar que tal reformismo es posible dentro de ciertas condiciones de bonanza económica; cuando los "mercados" se encabritan, se deshace como un bolado. Y eso no es lo peor, sino que durante todos los años precedentes se ha ido alimentando una sensación de "progreso" que ha resultado ser falaz. Pues han acabado por ser los socialdemócratas y liberal demócratas quienes acaben aplicando las políticas conservadoras más conspicuas.
Aún conmocionado por el duro despertar, no me siento todavía con ánimos de escribir sobre lo reveladora que está resultando la llamada "crisis" --que es otra cosa, y de mucho mayor alcance-- por lo cual me remito a un artículo de Rafael Chirbes, publicado en el diario Frankfurter Allgemeine, que viene a explicar --parte-- de lo que uno va vislumbrando.
Rafael Chirbes es un veterano periodista que se ha convertido en uno de los mejores escritores españoles contemporáneos, con novelas como Mimoun (premio Herralde) o La larga marcha. Conocí al valenciano Chirbes hace unos cuantos años en Madrid, cuando trataron de convencernos para que ambos nos convirtiésemos en subdirectores del semanario Gaceta Ilustrada y afortunadamente no nos convencieron.
A la mesa con los caníbales, por Rafael Chirbes
El miércoles 12 de mayo, José Luis
Rodríguez Zapatero anunciaba en el Parlamento español una serie de
medidas anticrisis que incluían: congelación de las pensiones de los
jubilados, bajada de salarios a los funcionarios, restricciones en los
pagos de las ayudas a ancianos y enfermos, y en el uso de los
medicamentos; y el fin de su oferta estrella de las elecciones: el
cheque-bebé (una medida por la cual quien engendrara un hijo o lo
adoptara, fuese cual fuese su salario o posición económica, recibiría
automáticamente un aguinaldo de dos mil quinientos euros). Como colofón,
auguró también el presidente un notable recorte de las inversiones en
obra pública, y –esto ya fuera de discurso- filtró a la prensa la
caducidad de los cuatrocientos euros mensuales que el Estado concede a
los parados de largo alcance. En cinco minutos, dinamitaba su retórica
de presidente de los derechos sociales. Apartaba de un manotazo a los
caníbales del liberalismo, y se sentaba él a la mesa para comerse a los
débiles con un apetito más que notable.
Una semana antes, había declarado que
jamás tomaría ninguna medida que implicara recortes sociales. "Por
razones ideológicas", dijo. Pero, la ideología es una materia
moldeable, y, entre tanto, había viajado a Bruselas y se había
encontrado con las larguísimas caras de los jefes de Estado y de
Gobierno del Eurogrupo que le habían dicho que se buscara otra nueva
retórica (el lenguaje que entiende el mercado) y que, a partir de ese
instante, la economía de su país ya no iba a dirigirla él, porque había
mostrado una incapacidad manifiesta. El propio Obama le telefoneó unas
horas antes de su intervención parlamentaria, al parecer preocupado por
la situación española. Desde ambas orillas del océano, se nos enviaba a
los españoles el mensaje de que no somos un país soberano, sino
intervenido; que somos algo parecido a lo que fue Marruecos para España
a principios del pasado siglo: un protectorado (nos lo temíamos desde
el mismo día que entramos en el euro; o aún antes, cuando empezó a
llegarnos una lluvia de millones para que desmantelásemos nuestra
modesta economía productiva). El presidente que, hace tres años, se
preció de haber adelantado en PIB a Italia y amenazaba a Sarkozy con
que pronto dejaría a sus espaldas a Francia, se tragaba amargamente sus
palabras. No le quedaba más remedio que acudir al parlamento español a
dar cuenta de la nueva situación en esa lengua comprensible para los
mercados: como han dicho algunos periódicos, se hacía su propia
enmienda a la totalidad, o lo que, en la mecánica parlamentaria
española, se llama su propia moción de censura. Mientras hablaba, tenía
la triste cara de los suicidas.
En pocos minutos se venía abajo todo
el armazón ideológico sobre el que se ha sostenido durante seis años
esta variante contemporánea de la socialdemocracia, que se ha creído a salvo de los avatares económicos, gracias a
una estrategia por la cual los problemas de la vida cotidiana se
retiran de la escena pública y son sustituidos –en una cuidada
estrategia- por la juguetería de lo que algunos
han definido como Cultural War: es decir, por la puesta
en primer plano de conflictos más o menos intrascendentes, amortizados,
silenciados u olvidados, y cuya dramática escenificación le ha
servido para mantener la ficción de una política progresista; de que
hay una diferencia esencial entre democristianos y socialdemócratas,
obviando que el meollo del progresismo tiene que ver, sobre todo, con
la forma en que uno se gana el pan de cada día (y si puede ganárselo o
no), y con la estrategia con que se reparte la gran tarta nacional entre
los ciudadanos. El prestidigitador Zapatero ha conseguido ocultar
durante años esa primacía de lo económico, gracias a que, en España, la
lista de conflictos que pueden extraerse de la guardarropía y sacarse a
escena es numerosa: clericales contra laicos; abortistas contra
antiabortistas; españolistas contra nacionalistas; defensores de la
negociación con ETA y partidarios de la mano dura; ecologistas contra
negacionistas; partidarios de los trasvases de agua contra partidarios
del caudal natural de los ríos; machistas contra feministas y
homófobos; e incluso, y sobre todo -sí, setenta años después-, herederos
de las víctimas de la guerra civil contra herederos del franquismo. Si
a ello añadimos el manejo político de los tiempos judiciales en los
escándalos de corrupción que afectan al partido de la oposición, el
despacho en el Palacio de la Moncloa parecía asegurado durante unos
cuantos años. Como le dijo Zapatero en vísperas electorales a un
locutor amigo, y recogió un micrófono indiscreto: "A nosotros nos
conviene tensionar". Según los cálculos del líder socialdemócrata, en
medio de este agitado guirigay nacional, podía seguir caminando sobre
las turbias aguas de la economía sin mojarse ni las zapatillas: sólo
faltaba que Europa se recuperase en un par de años, es decir, en
vísperas de las próximas elecciones españolas: el tapón español
flotaría de nuevo sobre el mar de riqueza continental y él podría
seguir presentándose como adalid del progresismo.
De hecho, desde que se inició la
crisis, el enredo ideológico ha permitido que los sindicalistas hayan
seguido haciéndose enternecedoras fotos con el presidente del gobierno
mientras las cifras oficiales hablan de cuatro millones seiscientos mil
parados, y las reales superan con creces los cinco millones. Los
líderes sindicales han apoyado sin fisuras a un gobierno cuyas únicas
medidas anticrisis se han sustanciado en la concesión de ayudas a las
empresas automovilísticas y en una entrega de decenas de miles de
millones a la banca, ejecutada sin ningún control, con la excusa
ideológica de que esos millones iban a servir para que las entidades
dieran créditos a las familias y a los pequeños empresarios en apuros.
Pero la banca, entre tanto, se ha dedicado a comprar firmas
extranjeras, a conceder jubilaciones fastuosas a sus directivos y a
mostrar unas brillantes cuentas de resultados fin de ejercicio. Los
sindicatos (engrasados con donaciones multimillonarias) no han movido
un dedo por los que veían desaparecer sus puestos de trabajo, los que
perdían sus pisos y los que tenían que cerrar sus empresas. Durante los
últimos meses, la única batalla sindical visible –siguiendo la
estrategia del gobierno- ha sido la defensa de
un juez que lleva veinticinco años intrigando en política. Zapatero y
su ministra de economía han podido presumir ante la oposición de paz
social en esa línea postmarxista de que la socialdemocracia es la mejor
gestora del capitalismo, y que, por lo demás, cuenta con tan buena
tradición en España: en los ochenta fue el gobierno del socialdemócrata
Felipe González el encargado de llevar adelante la durísima
reconversión industrial que solicitaba el implacable capitalismo
europeo; de multiplicar los despidos empresariales hasta elevar el paro
a tasas antes nunca imaginadas, de domesticar a varazos a los
sindicatos, y de meter al país en la OTAN.
Los españoles de izquierdas seremos juzgados muy duramente en el futuro por nuestra actitud con la dictadura cubana. Y es probable que no se trate de un futuro muy lejano. La ficción pseudosocialista soviética se derrumbó de la noche a la mañana, y los despojos del matrimonio Ceaucescu fueron arrastrados por las calles cuando aún no hacía demasiado que las residencias rumanas para burócratas acogían las vacaciones de algunos de nuestros dirigentes comunistas.
La mirada española hacia Cuba está teñida de sentimentalismo y paternalismo. Cuba representa ante los ojos de muchos un recuerdo de una cierta España paradisiaca que se perdió; "más se perdió en Cuba", se dice todavía. La izquierda, comunista y socialista, no es ajena a ese sentimiento, ajustado a su pensamiento: Cuba sería la revolución que aquí no se pudo hacer. Se proyecta, pues, sobre ella, el sueño personal de uno, la sombra de utopías que cada cual se ajusta a su medida.
Pero a los españoles de izquierdas se nos juzgará con mayor dureza porque se supone que tenemos experiencia suficiente para identificar a una dictadura sangrienta y mentirosa. Cuando leo las justificaciones de la dictadura castrista acerca de la muerte de Orlando Zapata me viene inevitablemente a la memoria toda la basura que la jerarquía franquista y sus sicarios vertía sobre sus compatriotas disidentes. También a nuestros presos políticos se les llamaba delincuentes comunes y se les acusaba de supuestas violencias: Julián Grimau, Salvador Puig Antich. Era suya la culpa de haber muerto, y no de sus torturadores: Enrique Ruano. La doctrina propagandística de los jerarcas cubanos y sus sicarios torturadores parece extraída textualmente de las actas del Tribunal de Orden Público y de los comunicados de la Brigada Político Social. Nos hicimos comunistas precisamente para luchar contra todo eso, y ese compromiso nos obliga todavía hoy.
Se nos juzgará muy duramente por eso, y por no haber sabido defender la libertad, la vida y los derechos humanos de las personas primero. Se juzgará a Cayo Lara, incluso a Gaspar Llamazares, por supuesto a Paco Frutos, y al mudo intermitente Julio Anguita. Y eso que todos ellos han sido dignísimos y heroicos luchadores por la libertad de los trabajadores españoles. Pero no lo han sido de los trabajadores cubanos. Y hoy no existen fronteras, y resulta que el internacionalismo proletario era precisamente eso.
Entre el sentimentalismo español relativo a Cuba existe una idea loable: hacer lo posible para que el inevitable cambio político en la isla no implique derramamiento de sangre. Eso explica la política española al respecto, incluida la actitud titubeante de Zapatero en este reciente episodio. Pero una Cuba socialista democrática no es en absoluto el régimen policiaco de los hermanos Castro. Sería una Cuba con libertades democráticas y un desarrollo que fuera más que los consabidos cuentos propagandísticos acerca de la medicina y la enseñanza. He oído a socialdemócratas repetir la historieta de que comparada con su entorno, Cuba sale ganando. ¡Cielo santo, un país que en 50 años de "revolución socialista" no es capaz de alimentar a sus ciudadanos!
La represión cubana tiene la virtud de poner de manifiesto la naturaleza violenta de un régimen que sólo es capaz de funcionar en el conflicto y donde solamente lo bélico funciona, pues es el ejército la única fuerza organizada del país, una verdadera macroempresa que controla su capitalismo de estado: la participación en la guerra de Angola le reforzó institucionalmente en ese papel. La ejecución de los generales Arnaldo Ochoa y Tony de la Guardia fue el corte de raíz de la indisciplina en ese mecanismo (que fue igualmente adornada con un aparato propagandístico de denigración personal que parecía calcado del nazifascismo europeo). Pero el ronroneo justificativo de la izquierda europea nos ha hecho olvidar aquel episodio, y por eso nos sorprende este nuevo acto de barbarie. Del mismo modo que olvidamos que el aventurerismo del castrismo puso al mundo al borde de la tercera guerra mundial con la crisis de los misiles a principios de los 60.
En un futuro no muy lejano veremos a los represores cubanos correr en calzoncillos por las calles de La Habana perseguidos a garrotazos del mismo modo que en 1974 vimos a los policías políticos de la PIDE portuguesa hacer lo propio. ¿Qué dirán entonces esos que ahora callan?
Si non é vero é ben trobato: el movimiento independentista saharaui se ha encontrado de sopetón con su propia Aung San Suu Kyi. Uno se siente tentado a pensar que pudiera ser el fruto de una magistral acción de comunicación política, pero la realidad suele ser más caótica y prosaica que las creaciones imaginadas con tiralíneas. Para que Aminetu Haidar fuera un producto semejante sería necesario que el liderazgo saharaui no hubiera caído en la cultura de la burocratización y el inmovilismo que afecta a movimientos surgidos en otras circunstancias geopolíticas. Pero sí que parece indicar un mayor dinamismo de los saharauis del interior, capaces de movilizaciones y protestas que superan los límites operativos y culturales del movimiento guerrillero.
El Sáhara no sólo es víctima del nacionalismo marroquí sino de la incapacidad de evolución creativa de su liderazgo. Es como si en pleno siglo XXI, una España sometida a dictadura tuviera como sola oposición a la Agrupación Guerrillera de Levante y cuatro apoyos aislados en el tejido civil. Sabemos por experiencia que eso no puede triunfar bajo ningún concepto y que es necesaria una profunda transformación social en el interior para que surjan nuevas formas de lucha democrática que vayan más allá de la protesta.
Por eso me crea una profunda inquietud cierto tipo de apoyo español a la más que justa causa de Aminetu Haidar. Alguien debería hacer ver al movimiento saharaui que sólo podrá avanzar con algo más que protesta y solidaridad. Ahora tienen una heroína que no es un burócrata ex guerrillero sufragado por Argelia sino un rostro con significados más en sintonia con la cultura política y social de estos tiempos. Pocas lecciones le pueden dar los que desde la izquierda se niegan a reconocer que el muro de Berlín cayó y para bien, que olvidan la política de Pacto Para la LIbertad y que ni siquiera han tenido un recuerdo para Jordi Solé-Tura, líder comunista que sufrió exilio y cárcel para traernos la libertad.
Por eso sería una lástima que Aminetu muriera. No sólo por razones humanitarias sinó por mero interés político estratégico.
Cuando vi la descomunal falta de cintura del gobierno de la Generalitat de Catalunya con motivo del fallecimiento y funeral de Vicente Ferrer me di cuenta de que no me había vuelto paranoico, sino que me encuentro en un estado de lucidez semejante al de aquél diputado republicano que, al salir un día de las Cortes, exclamó: "Estoy hasta los cojones de todos nosotros". Al principio creí que se trataba de un error de protocolo fruto del ensimismamiento con el que Catalunya se vive últimamente a si misma: todo un funeral de Estado, con la asistencia de más de 150.000 personas que veneran a nuestro compatriota, y además en la democracia más poblada del mundo, patria de Gandhi y del pandit Nehru, quien hubiera podido dar lecciones de socialismo a más de uno y a más de dos, y enviamos a un respetabilísimo personaje de tercer orden protocolario porque le corresponde relacionarse con asuntos exteriores y cooperación. Somos estúpidos para eso y para mucho más, ya que hemos perdido un discurso propio y nuestro gobierno no hace más que articular pequeños movimientos tácticos que permitan convivir las fuerzas y tendencias políticas que conviven en él sin apuñalarse por la espalda y hundir el invento. Pero no; es todavía peor. Se trata de algo tan simple como que Vicente Ferrer no es uno de los nuestros.
La prensa llama a Ferrer "cooperante". Vamos, anda; cooperante el tipo que ha demostrado que una de las grandes lacras de la humanidad, el hambre en la India y la marginación de los descastados puede superarse, vencerse. Sin discursos ideológicos ni alharacas, Vicente Ferrer ha puesto en pie el huevo de Colón. Nada de lamentos sentimentaloides ni de discursos de oenegés: acción, esperanza y temple. Por ello, Vicente no le ha bailado nunca el agua a nadie, ni a la Compañía de Jesús a la que perteneció, ni al Vaticano, ni a la propia Indira Gandhi. No ha coqueteado con nadie ni se ha dejado asimilar pasivamente por ningún discurso ajeno al testimonio de su propia acción y exigencia ética. Por ese motivo, no ha podido entrar en la categoría de los "catalanes universales": su enormidad no encaja en ese sentimentalismo en el que nuestra nación gusta de mirarse y que paso a paso lleva empequeñeciéndola cada vez más. Pero hay algo peor: su figura tampoco encaja en el lecho de Procusto de las llamadas "ideologías". Tras el --¿aparente?-- caos ideológico del actual Govern hay una idea transversal que lo cimenta: una fatal ideología de la mediocridad que lleva a sus consellers a gobernar la nación como lo hicieron en sus municipios cuando eran alcaldes o en las diputaciones en las que aprendieron el arte de la opacidad. Y tras esta no-ideología, una ideología de fondo que se pretende progresista, un supuesto espíritu laico que recela de cualquier inspiración espiritual --no digo religiosa, digo espiritual-- que motive una acción humana. Horrible herencia del sectarismo de las fuerzas de izquierdas de la época republicana, que veo resurgir en pleno siglo XXI con ropajes nuevos (García Oliver y la CNT-FAI precedieron a Pol Pot en el ejercicio del crimen antirreligioso y antiespiritual como medio de aplicar el terror revolucionario como paridor de una nueva sociedad y una nueva esclavitud, más insidiosa y cruel que la antigua. Aún hay ejemplos vivos hoy día: mírese a Corea del Norte o incluso a Cuba, y óigase como Chavez jalea al belicista nuclearizado Ahmadinejad; ¿dónde están las protestas contra el armamento nuclear de la izquierda realmente existente? Ja, ja y ja).
Me acuerdo de los antecedentes cristianos del PSC y de cierto sector del PSUC. Estos últimos han sido borrados de la faz de Iniciativa; respecto a los primeros, me gustaría saber qué pasa por las cabezas de gente como Josep Maria Carbonell, Pilar Malla y Àlex Masllorens y muchos otros. Pero caigo en la cuenta de que no sólo ha sido la conferencia episcopal la que ha vuelto la espalda a Vicente, como era de esperar, ocupados como están en cavar la trinchera que les separa de la realidad. Tampoco la izquierda católica catalana se encuentra cómoda ante él, por lo menos del mismo modo que se siente próxima al obispo Casaldáliga. Tampoco Ferrer hizo gestos ante una sociedad en la que lo transversal es, precisamente, el culto al gesto que halague el propio narcisismo. Por ejemplo, el narcisismo de pensar lo bueno que sería disponer de una iglesia nacional propia, ajena a la cutrez madrileña y al diktat vaticano. Tener un obispo allí en la lejanía, también santo y bueno, "descalzo sobre la tierra roja", aunque considere casi un santo a aquél Guevara que aspiraba a ser "una perfecta máquina de matar" y comenzó ejercitándose en la represión postrevolucionaria. Por lo demás, con el Concilio Vaticano II enterrado bajo siete llaves, colgar los hábitos no se perdona, aunque la consecuencia haya sido encarnar los valores del Evangelio. Si no han hecho santo a Juan XXIII, ¿van a hacerle caso a un ex curilla?
Hay, pues, muchas cosas mezcladas en este "signo de los tiempos" al cual asistimos. Mucho más que la inanidad de un gobierno (en su conjunto: admiro muchísimo a Joaquim Nadal, Antoni Castells y Mar Serna, pero los tripartitos fueron concebidos para resistir al último Aznar y no para llevar adelante a la nación, se trató de un invento de Maragall que le sobrevive como un espectro. Las izquierdas catalanas están agotadas ideológica y políticamente, pues todo efecto responde a una causa). Las derechas nacionalistas tampoco se sienten cómodas con Ferrer; véase que, mientras La Vanguardia aprovecha el caso para aportar al asunto un poco más de salsa de Dragon Khan, el Avui, que no tiene porqué disimular, esconde el cadáver del "cooperante" todo lo que puede. Y el independentismo, encantado de conocerle, pero anda ocupado en buscar magníficas soluciones del siglo XIX para problemas del siglo XXI. Según los sabios del tema, nación y lengua son equivalentes; por tanto, como Vicente no sacrificaba ante una u otra, que le vayan dando.
Joan Majó escribe hoy en El País y se refiere a los últimos informes del European Innovation Scoreboard, que elabora cada año la Universidad de Maastricht para la Comisión Europea; al Global Information Technology Report, que asimismo publican anuanlemte el World Economic Forum y la escuela INSEAD de París. Según sus indicadores, en términos de innovación, Catalunya ha pasado de la segunda posición entre las comunidades españolas a la cuarta, detrás de Madrid, Navarra y Euskadi. A eso precisamente he querido referirme: la incapacidad de reconocer la grandeza empequeñece. Por lo que respecta a la cooperación, las oenegés y al discurso de la Catalunya solidaria que muestra al mundo su buen corazón --nuestro benéfico paso por Sarajevo no ha impedido que aquellos grupos nacionales sigan odiándose entre si-- cada vez que oiga hablar de estas milongas en términos de sociedad civil catalana me voy a carcajear sonoramente pensando en el hombre que demostró que era posible acabar con la lacra del hambre en la India. O en los comunistas que gobiernan el estado indio de Kerala, que también han puesto patas arriba el mito a base de acción y arrojo. Yo también estoy hasta los cojones de todos nosotros. Y lo terrible es que la alternativa política a todo este asunto es aún peor.
Querido tío Pepe Luís,
Introduces un comentario para preguntar dónde me he metido, y añades que añoras mis consignas. Ya te vale, con los años que he pasado siguiendo las tuyas, y con provecho (!). Pues he estado dándome un baño de realidad en forma de tremendo dolor de muelas y tratamiento odontológico intensivo. Frecuento casi cada día un simpático dentista francés hijo de un colaborador de Pierre Méndes-France y admirador de Dominique Voynet, lo que demuestra que si el destino no existe, por lo menos la serendipidad funciona a topetín. El benévolo doctor se esfuerza para salvarme una pieza que se menea más que una mulata del Tropicana, mientras escucho sus sabias lecciones sobre política de izquierdas francesa con la boca abierta, dicho sea esto en el sentido literal de la expresión.
De modo que, oscilando entre el calambrazo y la anestesia local, no estoy demasiado disponible en el ciberespacio, pero a decir verdad, el baño de realidad no ha consistido solamente en este achaque sino en el clamoroso porcentaje de abstención catalana en las últimas elecciones. Sesenta y dos por ciento, se dice pronto. Pero no es la abstención de los unos, sino el tancredismo de los otros. Alguien ha dicho que la preocupación por la abstención les suele durar a los líderes políticos unas 48 horas tras los resultados, y luego a otra cosa mariposa. Esta vez han liquidado la tarea en menos tiempo: la jefatura socialista catalana dice que la culpa la tuvo el tren, perdón, Zapatero, y la secretaria de organización del PSOE dice que somos el partido socialista que mejor resiste, mamita, los bombardeos. La izquierda contratante de la primera parte no dice nada porque esta vez no cuela el cuento de la necesaria reforma de la ley electoral y porque a lo mejor sí se puede descender más todavía, con lo que Cayo se ha ido a echar su domino en el casino del pueblo (del que nunca debió salir) y Saura, a pensar nuevas estupideces que pueda ir cometiendo el sensacional Pérez Moya, ya que la izquierda de debó puede hacer las burradas que le apetezca que por eso la vírgen de Montserrat le hace llover a la carta.
Como puedes ver, no estoy precisamente con la moral izquierdista muy alta. Y no es que me afecte la desafección, y perdón por el retruécano. Es que un servidor firmó, como muchos otros y tú entre ellos, el manifiesto Montilla President. Y lo volvería a firmar ahora como lo hice entonces, harto de que las ocurrencias de un presidente socialista sin programa socialista pasen por genialidades, de que nadie viese que la generación de un nuevo Estatut d'Autonomia era un callejón sin salida, y de que se confunda el radicalismo pequeñoburgués con el progresismo. Porque esa es la verdadera transversalidad política catalana, el radicalismo pequeñoburgués que se entrega a los gestos cuando es incapaz de transformar las realidades.
Los socialistas tenemos un problema gordo: el partido socialista no tiene un discurso socialista. De ahí vienen todos los males. Sus socios de gobierno sí tienen discurso: ERC se ha hecho nada menos que con la gestión de las cuestiones culturales y nacionales del país, con lo que el viejo Antonio Gramsci debe estar revolviéndose en su tumba preguntándose qué clase de socialistas ceden graciosamente la lucha por la hegemonia cultural; ICV está encontrando el bálsamo de fierabrás al ver que bajo la murga ecologista puede colar todo tipo de tacticismos oportunistas (otro día explicaré porqué creo que el ecologismo es una peligrosa idea reaccionaria, y pondré el ejemplo del Bicing como principal enemigo del fomento del transporte público).
Achacar la desafección a la conducta de Zapatero en cuestiones de financiación no ha contribuído a mejorar el panorama. Para tener un partido socialista que reacciona como un partido nacionalista no hacía falta hacer el recorrido que se ha hecho desde la fundación de Convergència Socialista hasta hoy. Incluso hay espíritus sensibles --lo digo con respeto y sin ironía-- como mi admirado Raimon Obiols que atribuyen la desafección a las travesuras de los chavales del programa Polònia, con la que está cayendo. La cosa es muy otra: Cataluña y España están viviendo en muy pocos años una transformación social y económica de tal calado --la globalización era esto-- que no se aviene con unas formas de hacer política en las que nuestros líderes se encuentran muy cómodos pero que ahuyentan a la gente realmente existente, que no es la gente que imaginan las élites de los entornos "institucionales", especialmente entrenadas en universidades y mandarinatos a mirar sin ver.
Carmen Romero, en un detalle que revela su enorme inteligencia, dijo el otro día que pedimos a Obama que haga las cosas que desearíamos que nuestros líderes europeos hicieran. Yo sólo le pido al partido socialista que haga una moderada política socialdemócrata de centro izquierda, que se libre de oportunistas y nacionalistas y suelte lastre de la empalagosa y paralizante cultura institucional catalana que cada vez se muestra, como dice Antoni Puigverd, otro hombre clarividente, más medievalizante.
Extensa entrevista con José María Aznar en el diario El tiempo, de Bogotá, en la que el ex presidente español habla sobre la actualidad política mundial. Para conocer el discurso actual del líder neocon.
Vía: diario Público.
Hace pocas semanas que salía Dolors Camats, dirigente de Inciativa de Catalunya-Verds, para pedir árnica a los medios de comunicación y achacar a los profesionales de la información y las empresas en que trabajan los errores cometidos por su propio partido. Fue un patético espectáculo, impropio de un partido "de lluita i de govern" salir a pedir tiempo de descuento y a reñir al respetable, todo en una tacada, que demostraba cierto nerviosismo impropio de personas que han desarrollado ciertas conchas en su lomo. La "esquerra de debó", en la que muchos hemos militado y a la que hemos votado, no sólo demuestra poca cintura sino algo peor: ella mismita se ahoga en los remolinos que ha creado para trajinar de trasmano una realidad que no es capaz de trabajarse de cara.
La gestión, por llamarla de algún modo, de la sequía del año pasado, fue un ejemplo de toda una cultura política de unos dirigentes formados en la mejor escuela marrullera del tacticismo y el engaño. Una consecuencia que, curiosamente, se ha señalado poco es que el resultado fue poner en crisis al sector de la jardinería, la flor y la horticultura, cosa curiosa no sólo en una formación que dice apoyar la ecología y los trabajadores. Las políticas de racionamiento del departamento de la Generalitat dirigido por los ecosocialistas fueron la muerte de los vegetales y la ruína de los trabajadores. Como suele pasar, cuanto más grande es la pifia más oculta queda.
Los actuales dirigentes de ICV son, y digámoslo con todo cariño, el pelotón de los torpes que quedó del PSUC después de pasar por dos pruebas de fuego. La primera, los V y VI congresos, en los cuales esta dirigencia aprendió las habilidades del pasteleo más guarro que se puede dar en las cocinas políticas. La segunda, la transformación de un veterano partido socialista y no socialdemócrata de prestigio europeo en una piltrafa ideológicamente inane, a partir del empeño de unir nacionalistas de izquierda con supuestos ecologistas que, oh maravilla, se encontraban en las antípodas del primer ecologismo de raíz comunista parido por los seguidores del ala autoritaria del partido. El resultado no pudo ser otro que una burocracia tacticista y oportunista que ha venido creyendo que se puede gobernar un país a base de triquiñuelas y marranerías como las que les han permitido subsistir fuera del mercado del trabajo y de la verdadera gestión del conocimiento como la que llevó a cabo el añorado Antoni Farrés.
Las cargas policiales contra los estudiantes de los últimos días han venido a poner patas arriba la impostura. Para gestionar la policía democrática desde la izquierda hay que tener las tres b que aquél maestro del torero recomendaba a sus maletillas: bista, balor y buebos. Una policía a medio cocer y mal formada, con muchos sindicatos de intereses atravesándola, con muchos flecos de los que tiran los antiguos responsables políticos en la oposición, muy acostumbrada a trastear con el ciudadano pacífico infractor y no tanto con el delincuente internacional peligroso solamente se gestiona dando la cara, con impecables líneas de mando de lo político a lo profesioal y, vamos a decirlo de manera antigua, hacendo gala de sentido del honor y yendo de frente.
Pero si el conseller del ramo, cuando la prensa le pide cuentas del asunto, sale revelando un secreto de consejo de ministros, muestra ante su gobierno y sus ciudadanos que no le importa traicionar con tal de salvarse. ¿Quién va a respetar a un hombre así? ¿Quién va a obedeceer, seguir y creer a un hombre así? Nunca más mi voto a Saura e ICV. Eso no es la izquierda de verdad, eso es traición al gobierno de izquierdas, engaño a la ciudadanía y maltrato a estudiantes, paseantes y ciudadanos a los que sirven. Qué lástima que el presidente Montilla no quiera o no pueda expulsar esa gente del gbbierno de la nación.
Profesor del Departamento de Periodismo de la Universidad Autónoma de Barcelona. Investigador en internet y sociedad. Periodista desde 1967 en prensa, radio y televisión. Editor del portal informativo Jaraba Internet, www.gabrieljaraba.com
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